Estamos inmersos en un año de intenso calendario de
elecciones políticas. Un calendario que definirá las instituciones más cercanas
a la ciudadanía como son los ayuntamientos. También las Juntas Generales de los
territorios vascos, y finalmente el Gobierno de España. Por tanto es un año de
gran trascendencia, pues la política municipal, el modelo fiscal o la
orientación de las políticas del estado pueden verse avaladas o impugnadas de
forma democrática.
Sin duda es hora de reivindicar cambios en las prioridades de
las políticas económicas, laborales y sociales, que al calor de las
consecuencias de la crisis y utilizándola como coartada, están deteriorando la
cohesión social y haciendo una sociedad más desigual.
Igualmente es hora de reclamar nuevas formas de entender la
acción pública, desde un mayor nivel de transparencia y mejorando los cauces de
participación compartida en la gestión de lo común. Hemos vivido años en los
que la propia participación del mundo del trabajo, a través de los sindicatos y
nuestras principales herramientas (negociación colectiva y diálogo social) se
ha visto cuestionada y atacada por distintas opciones de Gobierno. En Euskadi
directamente inexistente en ámbitos territoriales o municipales. Escasa aún a
nivel autonómico. En el Estado en situación de riesgo, debido a la actuación
unilateral del Gobierno de Rajoy.
Hay un intento, poco disimulado, de evitar espacios de
concertación necesaria para definir políticas económicas, sociales, laborales o
fiscales. Y ello conlleva un empobrecimiento democrático al que no debemos
resignarnos. La mercadotecnia está buscando perfiles amables en forma de
supuestas interactuaciones desde la política a la ciudadanía, mal-utilizando
las posibilidades de las redes sociales o recuperando costumbres “vintage” en torno a la conversación
grupal o el paseo compartido. Sin duda abrir la institución al público es
necesario en un momento en el que lo que se percibe o se quiere percibir desde
la calle, es que esa institución se mueve en intrigas palaciegas lejos de los
problemas cotidianos. Pero esa visión, por otra parte, de trazo tan grueso no
se arregla dando las charlas, o las ponencias, o los “meetings” sentados en el borde de la mesa en lugar de tras ella, ni
prescindiendo del atril para mover las manos en modo monologista, sino reforzando
cauces participativos y deliberativos que den profundidad cualitativa a la
democracia.
Estamos asistiendo en el final de la legislatura a toda una
batería de medidas que afectan a las propias libertades civiles, como son el
derecho de huelga, el de reunión, el de protesta… La llamada Ley Mordaza, o mantener
el artículo 315.3 en el Código Penal permitiendo la condena de cárcel a
sindicalistas, son ejemplos de la deriva autoritaria con la que se pretende
contener las consecuencias del injusto reparto de los costes de la crisis. En
un periodo de previsible recuperación macroeconómica, esta puede darse
consolidando las tasas de desigualdad generadas en la crisis.
En efecto, si se deterioran los servicios públicos que cubren
contingencias sobre todo de las personas en situaciones más vulnerables, y
además el empleo que se crea es crecientemente precario, la cacareada
recuperación puede agrandar las brechas de desigualdad. Y ante el efecto del “agravio comparativo” que eso suele
conllevar, las medidas que restringen derechos civiles se plantean como “vacuna” frente al descontento y a la
movilización social.
En todo este momento de trascendencia clara, es necesario un
ejercicio de la política con mayúsculas. Desde el ayuntamiento hasta Europa es
necesario articular poderes democráticos que regulen la economía y promuevan la
distribución de la riqueza generada de forma equitativa. La desigualdad es un
disolvente de la democracia y unida a la idea-fuerza
que se pretende lanzar de que “no hay más
políticas posibles que las que se aplican en la actualidad”, pueden derivar
el rechazo y desafecto en la ciudadanía hacia opciones reaccionarias como
estamos viendo en Francia o corre riesgo de ocurrir en Grecia.
El sindicalismo, al menos el de clase que representa CCOO
aspira a ser un referente en la construcción de cauces de reparto de riqueza y
mejora cualitativa de un sistema democrático, porque ejercemos una
representación democrática que nos otorga la clase trabajadora. Por tanto
reivindicamos nuestro papel en el espacio público, en estos momentos en los que
lo público y lo político pasan por un intenso deterioro de su imagen, muchas
veces por errores y otras por intenciones nada casuales de los únicos que puede
prescindir de la acción política y pública: los poderes económicos.
Por tanto desde nuestra dimensión como sindicato, siendo todo
un sindicato y nada más que un sindicato, decimos claramente que no nos es
ajeno lo político. Que no defendemos siglas, pero sí tenemos propuestas y
opciones. Sobre fiscalidad, servicios públicos, regulación económica,
relaciones laborales, derechos civiles y sociales. Y que la desafección y el
pasotismo son los peores destinos para el mundo del trabajo.
Con la misma claridad decimos que los problemas que tenemos
en la paralización de la negociación colectiva, en la situación de la juventud
que se incorpora en condiciones de precariedad creciente a trabajar, de las
brechas salariales relacionadas con el género, o la vulnerabilidad de amplios
colectivos de personas trabajadoras, no se van a resolver si no es reforzando
la acción sindical en el centro de trabajo, en la empresa y en el sector.
La
mejor aportación de CCOO de Euskadi a mejorar el empleo, la cohesión y la
justicia social, es hacer el mejor sindicalismo que seamos capaces y con la
mayor extensión posible. Sigamos en ello.
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