El día 25 de noviembre está señalado en el calendario de
Naciones Unidas como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia
contra la Mujer. Día por tanto de dramática vigencia y que tuvo el pasado 7 de
noviembre un preámbulo histórico. Ese día, decenas o centenares de miles de
personas abarrotábamos las calles que van desde Atocha hasta la Plaza de España
madrileña.
La movilización supuso una respuesta y a la vez un impulso a
una cuestión que no por obvia deja de ser importante: situar la violencia
contra las mujeres dentro de la agenda política y del espacio público. Porque
no olvidemos que sigue habiendo una visión que conceptualiza el machismo en
general, y la violencia de género en particular, en territorios vinculados a la
vida privada y espacio íntimo de las parejas o las familias.
Y no. La violencia machista es la expresión más cruda de la
discriminación secular que sufren las mujeres de distintas formas e
intensidades en la sociedad, y por tanto combatirla requiere hacer de ella una
“cuestión de estado” como se reclamaba en las calles de Madrid.
Es evidente que el aspecto co-educacional en valores es
fundamental para detectar, identificar y eliminar las discriminaciones
estructurales con las que en el día a día, con la normalidad de lo cotidiano,
convivimos todas y todos. Y que esta batalla tiene una especial importancia entre la gente joven, donde pese a los profundos cambios sociales y relacionales
entre géneros, se aprecia una notable y preocupante reproducción de actitudes
abiertamente sexistas, a poco que uno ponga atención y oído.
La batalla educacional, la batalla cultural, la disputa por
la hegemonía de las ideas que ponga el valor la necesidad de una acción pública
con objetivos igualitaristas, es importante. La discriminación sexista no es
una discriminación más. Es un paradigma de dominación y por tanto tiene
necesidades y dinámicas propias. Pero eso no impide, que la existencia de una
sociedad más o menos igualitaria también determine de forma importante la
posición de las mujeres en la misma.
Porque la distribución de recursos y de poder implícita a
cualquier sociedad conflictiva, condiciona de forma muy importante las
situaciones de dependencia y por tanto de posible subordinación. El ámbito
laboral y socioeconómico es un campo donde esta afirmación se hace más
evidente.
Los datos nos dicen que las mujeres sufren una segregación
ocupacional. Es decir que tienen mayor probabilidad de tener puestos de trabajo
en determinados sectores, y menos en otros. Que estos “sectores feminizados” suelen
tener menores salarios y mayores índices de temporalidad e inestabilidad. Casi
todas las dinámicas de precarización del empleo (por ejemplo el aumento de la
contratación a tiempo parcial no deseado) suelen afectar de manera más intensa
a las mujeres.
Esto determina peores niveles de protección social ante
distintas contingencias como la pérdida del empleo (menos protección por
desempleo por tener menores cotizaciones y más cortas) o la jubilación (menos
pensión por lo mismo y por tener carreras de cotización más discontinuas). Esta
mayor vulnerabilidad económica que puede
conllevar mayor dependencia, da continuidad al círculo vicioso sobre el que se reproduce
como una hidra el rol cultural y social en el que se basa el machismo. El
hábitat de la violencia.
El sindicalismo y el sindicato es un factor de igualdad o
debe serlo. Y por tanto tiene un papel que jugar en romper esos círculos
descritos. En pocas cuestiones como en esta se ve tan claramente el papel específico
que tenemos que jugar desde la “micro-utilidad” en el centro de trabajo, hasta
la convergencia social que vivimos con orgullo el 7 de noviembre.
Y en pocas cuestiones se ve también la complejidad creciente
a la que se enfrenta el sindicalismo de clase. Porque nuestra voluntad no es
estrictamente representar intereses “de iguales”, como podía corresponder a
colectivos homogéneos propios de las épocas fordistas.
Nuestro reto es agregar y hacer compatibles intereses colectivos variados, para
que formen parte de una respuesta coherente y de deliberación democrática.
La distribución equitativa e igualitaria de recursos, de
poder… no es suficiente para cambiar los fundamentos de una sociedad construida
sobre siglos de patriarcado, pero es necesaria para dotar de autonomía vital a
las personas, de forma especial a las mujeres.
En definitiva para abrir
espacios de libertad donde la discriminación y su corolario más brutal y
dramático, la violencia, se erradiquen de la convivencia.
Mientras la desigualdad de género sigue estando presente, el
sindicalismo de clase o es feminista o no es.
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