“En tiempo de desolación nunca
hacer mudanza”, rezaba la máxima ignaciana para recomendar no dar
saltos mortales cuando las cosas están condicionadas por los malos momentos y
las crisis. Sin embargo en materia de pensiones ocurre más bien lo contrario.
Es precisamente cuando las cosas pintan
bastos en el terreno económico cuando arrecian los mensajes que pretenden
desacreditar la viabilidad del sistema de pensiones, público y de reparto, en
España.
No es la primera vez que ocurre y
no es la primera vez que se hacen predicciones catastróficas sobre el futuro de
las pensiones públicas que luego el tiempo se encarga de desmontar. Sin
embargo, este cuestionamiento, que se pretende hacer pasar como técnico,
encierra opciones políticas e intereses económicos muy identificables.
En primer lugar y aunque sea
redundante, la primera discusión sobre el mantenimiento o no de una sistema de
pensiones público y suficiente es política. Una sociedad tiene que decidir qué porcentaje de la renta que genera
decide destinar a pagar pensiones. Si la decisión es que en efecto, se
quiere mantener un sistema público, toca discutir sobre cómo financiar el
mismo.
Lo que ha ocurrido en los últimos
años en España tiene que ver con la confusión interesada de los brutales
efectos de la crisis económica sobre el empleo y sus consecuencias en la
relación entre ingresos y gastos de la seguridad social, con los parámetros
estructurales del sistema público de pensiones. Es decir se está confundiendo lo coyuntural con lo estructural para
volver a lanzar la idea-fuerza de la insostenibilidad del sistema público.
Vayamos por partes. El actual
déficit que arroja “la caja de las
pensiones” tiene que ver con la destrucción
de empleo, la caída de la ocupación y con
los menores recursos de las cotizaciones, evidentemente. Pero también con medidas que están deteriorando la
estructura de ingresos del sistema.
Para que nos hagamos una idea entre
2007 y 2014 han caído en más de 2 millones y medio el número de afiliados
ocupados. El número de cotizantes desde la situación de desempleo se sitúa en
el 12% del total.
Mientras que en el último año el
incremento de la afiliación a la seguridad social es del 3,42%, la cantidad
efectivamente recaudada sólo sube un 0,94%. Algo tendrá que ver la baja calidad
del empleo generado, el hecho de que los cotizantes a tiempo parcial se sitúen en
el 34% (diez puntos más que en 2007), o que los salarios medios de las personas
con menos de un año de antigüedad sea el 69% del salario medio general.
En efecto, el empleo de baja
calidad y la devaluación salarial es un lastre para la sostenibilidad del
sistema de pensiones.
No sólo es eso. Medidas como las tarifas planas que suponen drenar
recursos al sistema o la retirada de recursos del Fondo de Reserva de las pensiones por parte del Gobierno (33.900
millones entre los años 2012-13-14) aceleran la percepción pública de deterioro
del sistema.
Algunas polémicas estériles en
Euskadi tampoco ayudan a sosegar el panorama, y sería bueno que se aclarasen los términos sobre a qué se refiere el
Gobierno Vasco con la transferencia de la “gestión
del régimen económico de la seguridad social”. Se ha dicho que le
otorgaría 7.000 millones más en el presupuesto de la CAPV, para a continuación
decir que no se cuestiona la titularidad de los fondos por parte del Estado, ni
se plantea la ruptura del sistema integrado de recursos y gastos, con lo cual
estaríamos hablando básicamente de una transferencia administrativa y una
interpretación novedosa del texto estatutario. De indudable calado político y
que no hay porque despreciar desde el
trazo grueso que genera alarma, porque no tendría incidencia en la actual
diferencia entre ingresos de cotizaciones en Euskadi y gasto de pensiones en
Euskadi, que arroja un déficit de unos 1.900 millones de euros.
Sin embargo las dificultades del
momento actual y las medidas sobre ingresos y mercado laboral que ha adoptado
el Gobierno, no debieran hacernos perder la perspectiva. En España se han ido tomando medidas sabiendo que en
las próximas décadas se van a pagar más pensiones, durante más tiempo en
función de la evolución de la esperanza de vida y de mayor cuantía.
En esa lógica tras las reformas
pactadas hasta el año 2011, el Estado tenía adecuadamente situada la cuestión
de las pensiones. Ahora necesitábamos
abordar la cuestión de los ingresos. Según la Comisión Europea, para 2050
(año donde se prevé la jubilación de las cohortes más numerosas de las
generaciones del baby boom) la
previsión de gastos era del 14% del PIB con unos ingresos del 10,9%. Es un
desfase importante pero gobernable. El porcentaje
de mayor gasto previsto en porcentaje sobre PIB, sería similar al que hay hoy
asumen países de nuestro entorno económico (Francia, Italia o Austria). Las
medidas destinadas a mejorar los ingresos, así como la aportación desde la
imposición general tenían tiempos razonables de adaptación.
Sin embargo al calor de las
políticas de consolidación fiscal y reducción del déficit público, el Gobierno
ha optado por otro tipo de medidas. Las sucesivas reformas pretenden situar el
gasto en 2050 en el entorno del 10,5% del PIB sobre todo a través del llamado
Factor de Sostenibilidad y del mecanismo de revalorización. En vez de apostar por mejorar ingresos
dentro de parámetros sostenibles, han ido a reducir gasto por la vía de
empeorar futuras pensiones.
No es la salida óptima tampoco la
apelación genérica a “que se pague todo
desde impuestos y presupuestos generales”, porque la estructura fiscal del
país haría que fueran los tramos intermedios del IRPF y el IVA, es decir, la
mayoría social trabajadora, la que tendría que asumir la mayor parte de ese
coste, mientras que con el peso actual de la financiación de cotizaciones, se
sostiene desde la aportación del conjunto del aparato económico del país.
Hay medidas aún por tomar, como la
imputación de los gastos de funcionamiento administrativo del sistema a los
presupuestos generales porque hoy se paga desde cuotas, incrementar el salario
mínimo, incrementar los topes máximos de cotización etc. Y hay medidas que
revertir como la actual formulación del índice de revalorización (que
conllevará una abultada pérdida de poder adquisitivo cuando haya IPCs más
altos) o el factor de sostenibilidad (que empeorará la pensión inicial según se
alargue la esperanza de vida, renunciando de forma a priorística elementos compensatorios de ingresos que pueda
sostener la marcha de la economía).
Pero no caben discursos fatalistas
en materia de pensiones. El sistema
público y de reparto es viable y factible si hay voluntad política de que lo
sea, con una lógica de contributividad (relación entre lo que se aporta y
se percibe) y elementos de aportación adicional de ingresos.
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