jueves, 28 de noviembre de 2013

Os explico por qué la izquierda anti-europea se equivoca.


El filósofo alemán  Jürgen Habermas ha elaborado una reflexión-ensayo sobre posición de la izquierda europea respecto al proceso de construcción política de la Unión. Forja su opinión como respuesta a otro ensayo del sociólogo Wolfgang Streeck. El interesante cruce de opiniones, es útil para analizar la actual situación de crisis social, económica, política y porque no, sindical. Voy a hacer un pequeño relato de algunas cuestiones que aparecen en el ensayo, o al menos de lo que yo he entendido (seguro que con errores interpretativos) y que tienen especial relevancia en el contexto actual.

En el apartado de las coincidencias de ambos “mosqueteros dialécticos” aparece una descripción de la crisis de 2008  que concluye en una aseveración muy ajustada:

La narración de la crisis sitúa como central un proceso de interacción que ha sido bruscamente modificado y en la que participan tres actores.

Los tres actores serían la ciudadanía, la economía (tomada como los agentes económicos preponderantes, especialmente el financiero) y el Estado (que a algunos efectos creo que podría equipararse a las instituciones y organizaciones de representación democrática de la ciudadanía).

La brusca modificación que se ha puesto de manifiesto con el estallido de la crisis es el sometimiento del Estado (representación democrática) a la economía. Si ese Estado había sido legitimado como un elemento bisagra para conciliar el interés de la economía de valorizar su capital, con el interés de la ciudadanía de dar satisfacción a sus intereses, la ruptura de esa bisagra conlleva una denuncia de la ciudadanía de ese estado, que se deslegitima (y con él todo el aparato de representatividad).
También hay una interesante referencia a la mutación que habilita el sometimiento señalado, en un contexto de creciente desigualdad y tolerancia a la misma en la gestación previa a la crisis. El cambio del estado fiscal por el estado deudor. Es decir, el estado democrático gobernado por ciudadanos y que toma en base a sus intereses, decisiones de regulación, recaudación y gasto, es sustituido, primero parcialmente y luego de facto, por un estado que depende de sus acreedores. Y lógicamente estos también imponen sus intereses a la hora de decidir sobre regulaciones, recaudación y gasto.

En un primer modelo las altas tasas de empleo, los sistemas redistributivos, los servicios de ciudadanía y la provisión frente a contingencias como el paro, la enfermedad, la vejez, etc. tenían un gran predicamento y apoyo popular. En el segundo en cambio, ganan las políticas de austeridad y consolidación fiscal, las reglas de oro presupuestarias o los mismos rescates bancarios, que hacen prevalecer los intereses de los acreedores para el cobro de su deuda.

Este panorama fácilmente equiparable con la situación actual en los países endeudados de Europa, esta autonomización del poder económico corporativo frente al político democrático, al calor de la aplicación neoliberal, plantea dos opciones desde la izquierda para hacerle frente.

Una sería lo que Habermas llama la “opción nostálgica”, que supondría un repliegue tendente a desmontar la construcción europea y renunciar a completarla. Esta línea la vincula a la timidez de la izquierda (de cierta izquierda obviamente) ante las tendencias populistas, nacionalistas o de derechas (o las tres). Y hace un inquietante paralelismo con los errores históricos de 1915 que desembocaron en la I Guerra Mundial.

La otra sería el propio planteamiento que Habermas hace en el ensayo. Parte de considerar que la opción nostálgica es inviable e indeseable, incluso si su propósito declarado fuese crear instituciones para someter a los mercados a un control social. Las transformaciones en una sociedad planetaria altamente interdependiente han superado a la época en que los Estados nacionales tenían los mercados territoriales bajo control.

Según él, ni siquiera espacios de cooperación de fragmentaciones políticas son útiles ante una sociedad integrada económicamente. Fracasarán o fracasarían en su intento de resituar al sector financiero, altamente autonomizado y actual director de la orquesta, en sintonía con las necesidades, dimensiones y funciones que requiere la economía real.

Europa sería el ejemplo más claro de esta situación, paralizada ante una insuficiente construcción política, tratados ineficaces y ejercicios unilaterales y asimétricos del poder real desde la órbita financiera al resto.
Por el contrario en su propuesta, en caso de que se pretenda una Unión Europea que funcione en base a una convención democrática, se requiere un proyecto político de fondo. Esto conllevaría un nivel de transferencias económicas y responsabilidades solidarias, lógicamente a través de una política fiscal y presupuestaria integrada. Además una reforma política que rehaga la relación entre Parlamento, Consejo Europeo respecto a la legislación y una Comisión que realmente respondiera ante estas instituciones.

Como colofón (¿o inicio?) de este planteamiento sería necesario que los partidos y fuerzas europeístas se encuentren juntos más allá de las fronteras nacionales. Frente al continuo bloqueo basado en supuestos intereses nacionales, un modelo de conformación de voluntad política desde un parlamento que elige sus mayorías en base a pertenencias partidarias trasnacionales. Basado a su vez en la construcción de un nosotros de ciudadanos europeos.

El ensayo concluye con una serie de realidades que pueden dar lugar a argumentos a favor o en contra de esa unión política europea. Por su interés con la realidad de Euskadi o España, merece atención especial alguno de ellos.

Por un lado la frágil integración social de Estados que ya ahora son estados-nación discutidos y cuestionados. Plurinacionalidad conflictiva en definitiva.

Relacionado parcialmente con esto, el riesgo de un modelo unitario y jacobino que marginalice la variedad cultural europea.

De fondo la posibilidad de un modelo de asimilación de las culturas económicas del norte al sur que conllevarían una homogenización social.

Todo esto, expresado como argumentos de imposibilidad y de indeseabilidad para la profundización política europea por parte de Streek, cuenta con sus réplicas por parte de Habermas. Básicamente se podrían sintetizar en estos puntos:

En primer lugar la homogenización de culturas y la imposición de un modelo económico se están dando ya. Y en lugar de hacerse a través de procesos de decisión democrático se da por procesos consecuencia de decisiones de “mercado”. Las propias reglas de la consolidación fiscal, la constitucionalización del límite de déficit, o la tutela tecnocrática sobre la condicionalidad de los rescates no serían algo muy distinto. Las mismas reglas para todos, a la vez, y al margen de realidades económicas o de intereses de coyuntura cíclica.

Respecto a las cuestiones sobre plurinacionalidades sin resolver o nuevos modelos jacobinos que diluyan hechos nacionales más o menos consolidados, Habermas hace una reflexión conocida pero interesante para reforzar la posición pro-federalista de los estados respecto a Europa y de las estructuras nacionales intra-estatales respecto a los estados.

No es cierto que un modelo de estado democrático con voluntad igualitaria sólo sea realizable desde la base de pertenencia nacional. De hecho la solidaridad actual (ahora cuestionada) ya se da en los países en función de la construcción jurídica de la ciudadanía. Solidaridad entre extraños, llega a decir. No necesariamente entre nacionalmente homogéneos, cabría añadir. La marginalización o no de culturas minoritarias dependería de otro debate sobre derechos culturales y no de la realización de una integración política supranacional.

Por otro lado aparecen otros dos aspectos que la izquierda política y social no puede olvidar:

El primero. La soberanía nacional puede estar formalmente sancionada, pero es obvia la reducción de la soberanía popular. De hecho gran parte de la desafección ciudadana a la política, el fracaso de la política, incluso gran parte de la razón de fondo del resurgimiento de procesos pro-segregadores aparentemente vinculados al hecho nacional, quizás estén motivados mucho más por la percepción de esa falla en la soberanía popular. 

El segundo. La presión de los poderes financieros sobre los márgenes de actuación de los estados políticamente fragmentados de la periferia, se percibe como la actuación hegemónica de países deudores centrales. Esto traslada un guión dialéctico deudores-acreedores sí, pero con actores políticos que interpretan ese guión: pueblos, estados, países, gobiernos. Esto tiene un potencial demagógico inmenso. Desvía a disputas nacionales, lo que debieran ser antagonismos de clase y consolida la contradicción nacional frente a la contradicción social.

Para finalizar y sobre el ejercicio jacobino de un poder central europeo, Habermas hace una propuesta basada en una legitimación del nuevo espacio político a través de un sistema de decisión ciudadana basada en su doble condición de ciudadanos europeos y de los diversos estados miembros. Una especie de doble instancia en las decisiones. Por cierto ¿cómo insertaría en este esquema la definición de los nuevos status políticos en algunos países de la Unión como Bélgica o España?

Termina su trabajo pronosticando un éxito  electoral de la candidatura anti-europea en Alemania “Alternativa para Alemania” que empujaría a una “grandísima” coalición electoral en sentido contrario. No olvidemos que en algunas encuestas previas,  uno de cada cuatro alemanes de entre 40 y 49 años valoraba votar a un partido que esté a favor de la salida de Alemania del euro.





Alternative für Deutschland” no llegó al Bundestag por un puñado de votos. La “grandísima coalición” se quedó en gran con la CDU y el SPD. Veremos para qué.



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