El 30 de abril se produjo una
reunión en la Moncloa. Bernardette Ségol,
Secretaria General de la Confederación
Europea de Sindicatos presentaba al Presidente del Gobierno de España el plan de inversión, crecimiento sostenible y empleo de calidad aprobado por la citada Confederación Sindical. Una propuesta
sobre inversión, fiscalidad, políticas financieras, papel del BCE, eurobonos,
etc. Un plan avalado por sindicatos de países periféricos endeudados, pero
también de países centrales acreedores.
Es llamativo que organizaciones
con más de 60 millones de personas afiliadas e implantación en países cuyos
gobiernos están situados en la dinámica deudor/acreedor
en esta Europa maltrecha, lleguemos a una propuesta común. Mucho más llamativo
es la poca trascendencia de la cuestión en las opiniones públicas, inducidas
por las opiniones publicadas.
En medios de lo que podemos llamar “la
derecha” era previsible, inmersos en su obsesión de quitar cualquier relevancia
al sindicalismo. Más significativo es lo que ha ocurrido en los que se sitúan comúnmente
en la izquierda. No, no hablo sólo ni
principalmente de los impresos que están (o está) a la que están, sino de los
propios medios digitales. “CCOO, UGT y
USO inauguran la jornada reivindicativa con una visita a Rajoy” despachaba algún
guardián de las esencias izquierdistas, omitiendo en el titular que esas tres organizaciones
estaban en calidad de anfitriones de la CES.
Se observa una cierta comodidad
en que los debates de cara a las elecciones europeas discurran por dinámicas nacionales.
“La voz de España o de Euskadi en Europa”
suele ser un slogan recurrente. “Defender nuestros intereses allí” como
idea fuerza. Es comprensible entre quienes sienten aversión por proyectos políticos más amplios, se mueve en ideologías
nacionalistas (estatalistas o no) o bien
interpretan que es la única forma de hacerse valer ante el arrastre de los
grandes grupos y el llamado voto útil.
Pero en la izquierda retozar en
esta zona de confort me parece
incomprensible. Primero porque la
izquierda tiene que dar una dimensión sistémica a la alternativa política. Dentro
de los actuales parámetros de política económica en Europa, los Gobiernos de
los estados tienen y van a tener un escaso margen de actuación, salvo para
aplicar políticas de consolidación fiscal y austeridad. Es más, el malestar
social da pie a una radicalización del discurso contra la austeridad, que podría llegar a
consolidar cambios y opciones de
gobierno, pero que a renglón seguido van a generar frustración entre la alegría
de las promesas y la tozudez de la realidad.
Lo estamos viendo ya. Ocurrió en
España en 2010, ha ocurrido en Francia. La uniformidad de la acción de Gobierno
en países con mayorías sociales nominalmente de izquierdas. La tentación de
achacar todo a la falta de arrojo político suele ser habitual. No se trata de
justificar a Zapatero o a Hollande.
Se trata de analizar con honestidad si el problema es que son todos unos
flojos, o hay algo más estructural. ¿Qué ocurrirá si Syriza gana en Grecia… y tampoco puede? ¿Nos tiramos al mar? ¿O
cuál es la siguiente opción? La dimensión europea es condición sine qua non para situar
un hito ideológico en la contención de la hegemonía liberal.
En segundo lugar, se debiera situar la construcción de una Europa
más democrática para ayudar a que la izquierda se aleje de la tentación del repliegue
ante la crisis. El repliegue en general, corporativista, nacionalista o el que
sea. Federalizar espacios de intervención política, legitimidades
complementarias antes que choque de legitimidades, construcción de una idea de
ciudadanía europea inclusiva, consciente, racional, como alternativa a la eurofobia, que puede terminar por ser el
árbol de largas ramas que dé sombra a toda ideología fragmentaria. Estas
dinámicas fragmentarias no pueden minusvalorarse, ni demonizarse, pero han de abordarse
políticamente desde la izquierda con propuestas propias o sino van a terminar por
situar más contradicciones en la izquierda federalista que otra cosa. Se van a dar en estados respecto a Europa y dentro de los propios estados. La opción
federalista no implica el no reconocimiento de la plurinacionalidad ni mucho
menos; todo lo contrario. Pero los silogismos que suele defender el
nacionalismo son ideológicos, no prepolíticos.
Es cierto que hay un discurso
soberanista que hay que rescatar. El de la soberanía social, la soberanía para
poder optar por políticas alternativas. ¿Pero pasa eso necesariamente por un
repliegue? No. La soberanía de los italianos, los corsos, los lisboetas o los
vascos, sería hoy en día más efectiva si la distribución de poder hubiera
situado en el marco europeo más capacidades para hacer políticas fiscales,
presupuestarias, monetarias o regulatorias distintas y a otros ritmos. La correlación de fuerzas en ese poder
central es harina de otro costal, pero ahí ya entramos en dialécticas democráticas.
El modelo inter-gubernativo aderezado por lobbys
e instituciones multilaterales con escasa o ninguna legitimidad democrática, es
letal sobre la posible variedad en las políticas y se encuentra detrás de la
creciente desafección ciudadana al espacio público institucional. Tampoco conviene engañarse ni engañar. La soberanía es como la materia, se transforma. Dotar de más al poder central democrático europeo supone perder parte de nuestra soberanía nominal. Sí, de esa que está presa de la uniformidad política, pero a la que en nuestro imaginario aun otorgamos más legitimidad que a la real.
Y por último, para equilibrar otra tendencia fragmentaria que se consolida
al menos en la sociedad española. Como decía con admirable sinceridad una candidata
del partido X “hemos creado una
metodología, no una ideología… Un movimiento trasversal que se basa en el
trabajo y no en la discusión" No
cabe duda de que la política (y lo que no es política) ha de regenerarse,
abrirse y dotarse de mejores cauces de participación. Pero en mi opinión estas
frases no niegan la ideología sino que niegan la propia política.
Hay un artículo digno de análisis
de Innerarity al respecto "Democracia sin política".
Concebir el espacio público como un agregador continuo de preferencias, sin un
espacio deliberativo que las priorice, las ordene, en el sentido de darlas
coherencia. Una cosa es que ese espacio deliberativo (institución) deba mejorar
en sus fórmulas participativas (cosa que parece evidente) y otra que se pueda
prescindir de él para generar mejor democracia.
Quizás el reto de la izquierda
sea construir un relato factible sobre la igualdad y recuperar el valor
cohesionador del espacio público, después de un cambio enorme de paradigma
económico y político. Este cambio no es nuevo y ha desarrollado una creciente
autonomía de los agentes económicos respecto a los políticos. Como consecuencia
una creciente dualidad económica y una distribución regresiva de renta. Políticas
fiscales que gravan relativamente más a quien menos renta tiene. Una
disminución salarial y desregulación de derechos laborales como fórmula de
supuesta competitividad y de incrementar los excedentes empresariales. Un
debilitamiento de la acción colectiva, sindical, social e institucional, para
favorecer la preeminencia de las élites económicas.
Todo esto maquillado durante años
por una transferencia de renta a través del sistema financiero, que tras la
bajamar de la crisis ha mostrado en toda su crudeza las rocas que rasgan el
casco del barco que se construyó en la segunda mitad del siglo pasado.
Ese relato sobre la igualdad
necesita de la referencia europea, de un demos europeo y de una alternativa
europea. Si la izquierda no lo ve (no lo vemos), creo que perdemos. ¿Hay alguna
propuesta más consensuada que el plan de la CES?
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